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26/03/2017

Arte sobre una hoja en blanco


@quoartis
MIQUEL MOLINA, Paradise Bay (Antártida)
 

Glaciator es el nombre de un robot que desafía la máxima de que al arte contemporáneo le falta sentido del humor. Diseñado por el artista argentino Joaquín Fargas, Glaciator se alimenta de energía solar y está concebido para compactar la nieve y acelerar su conversión en hielo, mitigando así los efectos del cambio climático. Ha sido una de las estrellas de esta primera Bienal de la Antártida, que emprende mañana su regreso a la civilización.

El robot debutó en una playa de la isla Peterman rodeado de pingüinos, que se mostraron estupefactos ante el inesperado desembarco de un turista tan mecanizado y disperso. Porque Glaciator es fruto del que Fargas llama “diseño caótico”: se desplaza sin una dirección concreta, como si fuera una cucaracha (o la propia humanidad camino de su autodestrucción). Los pingüinos se acercaron, husmearon y al final abandonaron con aire indiferente al robot y a su creador en busca de otra instalación artística, como si estuvieran en un museo.

La veintena de artistas embarcados por el ruso Alexander Ponomarev en esta aventura descabellada tuvieron que competir con la naturaleza para captar la atención del público

 
 

De hecho, la veintena de artistas embarcados por el ruso Alexander Ponomarev en esta aventura descabellada tuvieron que competir con la naturaleza para captar la atención del público, compuesto por el centenar de pasajeros del buque oceanográfico ruso Vavilov (dividido entre creadores, científicos, filósofos y periodistas) y los variopintos habitantes del lugar.

Por ejemplo, el filósofo Alexandr Sekatsky inició su discurso de apertura de la exposición que comisariaba en una playita de pedruscos del estrecho de Gerlache saludando a los “queridos amigos, queridos pingüinos, queridas focas y otras criaturas”. La audiencia humana la componían una decena de personas; la animal, un centenar de pingüinos. El resto de los pasajeros de la Bienal estaban en ese momento fotografiando las instalaciones de otros dos artistas, pero también las escenas de familia que representaban cuatro focas unos metros más allá; mientras, otros, a bordo de las lanchas, filmaban (y casi tocaban) las incontables ballenas jorobadas que se acercaban a curiosear.

Cómo suena el hielo. Shama Rahman es neurocientífica, cantante e intérprete de sitar, y en esta bienal ha traducido a música con su sintetizador los sonidos que genera un glaciar.
Cómo suena el hielo. Shama Rahman es neurocientífica, cantante e intérprete de sitar, y en esta bienal ha traducido a música con su sintetizador los sonidos que genera un glaciar. (Miquel Molina)

Durante siete días, los glaciares de Gerlache han sido testigos de una explosión controlada de arte efímero. Los artistas de la bienal comparecían durante dos horas escasas en el lugar escogido por la organización. Llegaban a bordo de zodiacs en las que se cargaba todo el material necesario para su instalación. Se preparaban, actuaban o exponían su obra, agradecían los aplausos y se volvían a embarcar. Pero el mal tiempo y los retos organizativos propios de un proyecto tan complejo alteraban a veces la programación del día.

-Por favor, ¿alguien sabe dónde y cuándo actúa Sho, el artista que patina?

-Igual está en la otra isla, pero por la tarde desembarcará aquí si encontramos una superficie plana de hielo.

Finalmente, Sho Hasegawa encontró el viernes su escenario ideal en Little Island, junto a la base argentina de Almirante Brown. El artista japonés patinó hasta generar con su movimiento la energía necesaria para activar la habitación oscura portátil (del tamaño de una caja de zapatos) en la que una cámara y un bolígrafo de luz manipulado por el propio Sho recrean los paisajes circundantes. Bien entrada la noche, el artista seguía encerrado en las profundidades del barco ultimando la impresión fotográfica de este invento artesanal y mágico que sirve para captar la esencia de la Antártida.

Los artistas se resistieron a la tentación del contraste y no usaron la Antártida como un decorado exótico

 

Como él y como Fargas, Shama Rahman, cantante, intérprete de sitar y neurocientífica, se fue en busca de esa esencia. Ella lo hizo armada con un sintetizador en el que traducía a notas musicales los sonidos de un glaciar. A bordo de las lanchas viajaban también Zhang Enli y su huevo gigante, un alienígena diseñado para alterar con una ironía sutil la previsibilidad del paisaje antártico. O la delicada planta de cacao del ecuatoriano Paul Rosero, encapsulada entre cristales: las estrictas regulaciones medioambientales del continente blanco no permiten la entrada de vegetación no autóctona, así que hubo que aislarla antes de exhibirla. El resultado, en cualquier caso, sugería la inquietante presencia del otro, acaso del inmigrante aislado en una sociedad que a su vez se aísla para protegerse de él.

Los artistas se resistieron a la tentación del contraste y no usaron la Antártida como un decorado exótico. La mayoría trajeron obra concebida para responder al desafío abierto por la bienal: ya que el continente es una hoja en blanco, tracemos en ella las aportaciones que desde el arte pueden hacerse para dibujar un futuro menos siniestro. Así, el joven arquitecto alemán Gustav Düsing brindó un momento poético al levantar en una playa una gran tienda de campaña del color y textura de los icebergs. Construida con tela comprada en mercadillos de segunda mano, la tienda representa el asentamiento humano más antiguo y humilde. Fue una lástima que la obra no pudiera concluirse: la instalación estaba concebida para congelarse por debajo de los cero grados ( Düsing la roció de agua) y convertirse en una edificación sólida, pero la temperatura nunca bajó de cero grados; aunque sería muy exagerado hablar de un efecto concreto del calentamiento global, no deja de inquietar que el artista no lograra en la Antártida lo que sí consiguió en Berlín.

Su amigo Alexis Anastasiou, artista brasileño volcado en el mapping, también tuvo que esperar para encontrar el marco ideal para su propuesta. Pero al final pudo hacer su proyección desde el propio barco sobre un iceberg gigante. Comparecieron en esta pantalla (¿la más grande del mundo?) animales extinguidos o en peligro de extinción. Y fue así cómo los bisontes de Altamira viajaron hasta la Antártida.

Ya que el continente es una hoja en blanco, la mayoría de artistas trazaron en ella las aportaciones que desde el arte pueden hacerse para dibujar un futuro menos siniestro

 

La provocación, consustancial al mundo del arte, vino de la mano de un grupo de notables artistas berlineses. Lo pretendieran o no –la organización no lo permitió–, con su intento de lanzar cocos del atolón radiactivo de Bikini o de hacer nadar un pez no autóctono por las aguas de la península, Julian Charrière y Julius Von Bismarck pensaban forzar las normas medioambientales antárticas. Pese a la audacia innegable de sus propuestas, cabe preguntarse, en cualquier caso, el por qué de esta predisposición a transgredir en la casa del más débil, es decir, en un continente intacto que siempre estará expuesto a los proyectos inquietantes que puedan tener para él los Trump o Putin del futuro.

Sobre la frágil utopía de una Antártida para siempre virgen y sin fronteras se debatió mucho. Por las tardes, en el lounge , del que colgaban las banderas coloreadas y aromatizadas con restos de comida del barco por la marroquí Fatine-Yto Barrada, se discutía cuál será el legado de esta primera edición de la bienal. Más allá de los documentales que se han rodado, ¿se recordará como un hito en la construcción de un nuevo discurso sobre la Antártida? ¿Se valorará su aportación a la renovación del discurso del arte?

Es necesario planteárselo, pero tanta ambición intelectual puede acabar desdibujando el auténtico valor de una bienal que sin duda tendrá efectos más modestos, aunque tangibles: la convivencia absoluta durante once días seguidos entre artistas y pensadores de otros ámbitos está ya fructificando en proyectos de futuro concebidos en la Antártida.

Proyección de Alexis Anastasiou en un iceberg
Proyección de Alexis Anastasiou en un iceberg (Miquel Molina)

Y pervivirá sobre todo el rastro poético de la aventura y la firma de su autor, el explorador contemporáneo Ponomarev, el ex tripulante de submarinos soviéticos que un día se atrevió a construir un barco de madera sobre una colina del desierto del Sahara.

Ahora ha ido un poco más lejos: en nombre del arte, ha llevado su barco hasta allí donde convergen los paralelos, para dejar en el recuerdo imágenes de una belleza indudable.

Fotografías como la de Andrey Kuzkin en su obra 99 paisajes con un árbol. Kuzkin es el artista ruso que en estas páginas aparece desnudo bocabajo, con la cabeza enterrada en la nieve. El creador evoca con este espectáculo los dibujos que hacía su padre, fallecido cuando él era aún niño. Dibujos en los que siempre aparecían árboles, que es lo que él quiere representar con su performance, aunque otros veamos en su obra al ser humano estrellado contra un planeta que no ha sabido hacer suyo.

Fuente: La Vanguardia



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