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25/04/2017


Que la Unesco designara en 2015 a Barcelona una de las ciudades literarias del mundo fue noticia celebrada y aplaudida, cuando en realidad la designación no fue sino un gesto de sentido común, de memoria institucional, de justicia poética -jamás mejor dicho- y de reconocimiento de una obviedad.

Fue una designación feliz nacida de una decisión pleonástica, innecesaria y seguramente tan fundada como inevitablemente baldía. Que el Ayuntamiento se sintiera orgulloso es lo más natural del mundo y si centenares de miles de ciudadanos barceloneses, en vez de unos pocos miles de lletraferits, no se sintieron orgullosos de ello, también es porque su formación, muy a pesar de ellos, de más está el decirlo, no les hizo en su día sabedores de que Barcelona ya era una de las grandes ciudades literarias desde antes de 1615, es decir, antes de que Cervantes la citara en El Quijote.

Ciudad bilingüe, ciudad de algunos de los grandes poetas de la segunda mitad del s.XX en catalán y en castellano, de Carner y J.V. Foix a Gil de Biedma y José Agustín Goytisolo; ciudad que vio nacer en los sesenta el boom de narradores latinoamericanos, de García Márquez a Vargas Llosa; ciudad de autores marca de la ciudad, de Vázquez Montalbán y Marsé a Mendoza y Ruiz Zafón; ciudad de periodistas culturales del más alto nivel, de Tísner a Sergio Vila-Sanjuán y toda una nueva generación de espléndidos profesionales; capital mundial de la edición en español, sede de las principales editoriales que dan a conocer nuevo talento literario en todo el mundo, del Grupo Planeta y Penguin Random House a Anagrama y Salamandra, de Blackie Books a Malpaso; cuna de grandes traductores a casi todos los idiomas; ciudad de grandes libreros vocacionales de prestigio internacional y, antes, ciudad de grandes librerías de lance; ciudad bibliófila.

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Barcelona es ciudad literaria indiscutible por el simple y mero hecho de contar con la fiesta literaria por excelencia, la que une a los autores con los lectores y escenifica con rosas y libros la idea de una creatividad consumible y, más aún, la metáfora de la cultura generando la felicidad.

Impresiona ver la potencia de nuestra ciudad en el terreno global de las letras. Pero sin duda impresiona aún más ver la potencia elevada a la enésima potencia del turismo masivo que todo lo uniformiza y lo fagocita todo, y de uno de sus anzuelos más evidentes, esa máquina de marketing indisociable de la ciudad que se llama Futbol Club Barcelona.

¿Habría que conseguir que el nombre de la ciudad se asociase a la literatura (¡y a la cultura más allá de las aglomeraciones en el Museu Picasso! La cultura del Liceu, del Teatre Lliure o de la Fundació Miró, tres ejemplos espigados de entre decenas) del mismo modo en que se asocia a una sangría tóxica, a una barra libre o a un alud humano de turistas paseándose (que no paseando) en Segway?

Tal vez sí. Nuestras editoriales y nuestras librerías son muy profesionales y muy competitivas. Luchan como nadie por preservar el ecosistema. Las instituciones educativas seguramente se sienten presionadas por iniciativas pedagógicas que obligan cada vez más a entender la educación como una cuestión de derechos sin deberes, de entretenimiento sin esfuerzo y de tecnología sin contenido… y la lectura ha perdido buena parte de su rol esencial en la formación de un ciudadano solvente y juicioso.

Una señalética literaria en la ciudad literaria no sería mala idea, si bien Barcelona, a diferencia de muchas de las demás ciudades literarias de la Unesco, no se puede asociar a un solo autor, ni tiene ‘lugares de culto literario’ que convertir en puntos de peregrinaje. Un gigantesco rótulo que rece ‘Welcome to one of the greatest cultural cities in the world’, con nombres y apellidos en distintos colores no estaría de más en el aeropuerto, como ha hecho el metro de Barcelona en la estación de Ciutadella por iniciativa de la Universitat Pompeu Fabra, sustituyendo grafittis o paredes blancas en imágenes y citas de grandes autores.

Los recorridos literarios para jóvenes a través de apps o las gincanas literarias pueden resultar estratégicas para atraer a un público nuevo. Hay que seguir impulsando Sant Jordi para que crezca en espacio, en difusión exterior. Y convertirlo, además de en lo que ya es, que no es poco, en la marca que aglutine a todos los sectores de la cultura del libro de la ciudad: que los autores conozcan a sus lectores, pero que el público conozca ese mismo día, en carteles y pantallas, a los editores, los libreros y las bibliotecas que forman parte del patrimonio de Barcelona, tanto como la obra de Gaudí.

No se auguran resultados espectaculares, pero actuaciones específicas acostumbran a ser más eficientes que grandes campañas de fidelización de la lectura. “El mundo está lleno de libros preciosos que nadie lee”, escribió Umberto Eco. Barcelona está llena de literatura que pocos descubren. Si estas tachaduras se legitiman, habremos crecido. Y seamos valientes y proclamemos a voz en grito: Fear no culture.

Javier Aparicio Maydeu es el creador y director del Máster en Edición de la UPF Barcelona School of Management, del que es profesor titular, además de ser Catedrático y Delegado de Cultura de la Universitat Pompeu Fabra

Fuente: La Vanguardia



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